La cirujana de Palma by Lea Vélez

La cirujana de Palma by Lea Vélez

autor:Lea Vélez
La lengua: spa
Format: mobi, epub
Tags: Intriga, Novela
editor: Xibalba's eBooks
publicado: 2014-05-01T07:00:00+00:00


De camino a nuestros quehaceres, estudiamos la situación. Tana estaba empeñada en que había que interrogar a la dulce Sara. Jaime seguía lívido y no quería saber nada del asunto. Discutían.

—¡Que este comandante diga que a él le parecieron padre e hija no significa…!

—Solo he dicho que le preguntes a su doncella si Sara tiene una capa roja.

—¿Y qué excusa le pongo? ¿No entiendes que la sola sospecha de que ella arrojó a su padre en la escollera puede arruinar para siempre su reputación?

—Es que a lo mejor lo arrojó… y luego lo mató con cianuro…

—No lo hizo.

—Pudo hacerlo.

—No lo hizo.

—A veces estas mosquitas muertas…

¿Noté un punto de celos en la voz de Tana? Sí. ¿Presentía lo que estaba por venir? No lo creo. ¿Se enfrentaba a Sarriá por instinto? Imagino.

—Deja ya en paz a Sara de Nácar. Ella no empujó a su padre y lo sé y no quiero decirte por qué lo sé.

—Solo hay una manera de que estés tan seguro y solo hay un motivo por el que no quieras decírmelo…

—Dejémoslo…

Tana acosaba a Sarriá. Yo me ponía celoso.

—A la hora en que Abel de Nácar caía en la escollera… tú estabas con la pálida Sara de Nácar.

Pasé de los celos a la sorpresa en un segundo.

—¡Está bien, confieso! Es cierto. Estaba con ella —dijo zanjando la cuestión. Yo me sorprendí aún más. Después, Sarriá apretó el paso y se perdió por las callejuelas en dirección a su casa. Miré a Tana. La mezcla de sentimientos que leí en sus ojos se me clavó fuerte en el alma, pero lo peor fue ver que se marchaba en pos de Jaime, dejándome plantado junto a la catedral. Miré hacia la Seu. Dicen que cualquier día la fachada principal se va a derrumbar. Las grietas de la pared confirman algo que anuncian todos los expertos. Un temblor, un temporal y adiós catedral. Por un instante pensé, ¿y si se cae ahora y me mata como mató el muro de mi cárcel al general Mariño? Una voz del pasado vino a rescatarme de mis ruinosos pensamientos.

—Mi coronel… —me dijo el comandante De la Piedra—. He esperado hasta ver que estaba usted solo.

—¿Dónde podemos hablar en confidencia? —le dije.

—Podemos entrar a la Seu —sugirió.

—¿Usted ha visto esas grietas? De la Piedra, con un nombre como el suyo, eso sería, cuando menos, suicida. Mejor cojamos aquella calesa, dije mirando hacia un cochero que esperaba clientes haciendo calceta.



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